Atilio A. Boron

ALAI AMLATINA, 21/09/2009.- Zelaya ya está en Tegucigalpa y su ingreso a
Honduras, burlando las “medidas de seguridad” instaladas a lo largo de
la frontera, debería marcar el comienzo del fin del régimen golpista.
Son varias las razones que fundamentan esta esperanza, que sucintamente
se exponen a continuación.

Primero, porque los gorilas hondureños y sus instigadores y protectores
en Estados Unidos (principalmente en el Comando Sur y el Departamento de
Estado) subestimaron la masividad, intensidad y perseverancia de la
resistencia popular que día tras día, sin desmayos, manifestaría su
oposición al golpe de estado. En realidad tamaño rechazo no estaba en
los cálculos de nadie, si nos atenemos a la historia contemporánea de
Honduras. Pero el nuevo rumbo decidido por Zelaya: su positiva respuesta
ante largamente postergados reclamos populares y la reorientación de su
inserción internacional en el marco del ALBA tuvieron un efecto
pedagógico impresionante y desencadenaron una reacción popular
inesperada para propios y ajenos.

Segundo: el régimen golpista demostró ser incapaz de romper un doble
aislamiento. En el frente interno, quedando cada vez más en evidencia
que su base social de sustentación se reducía a la oligarquía y algunos
grupos subordinados a su hegemonía, incluyendo los medios de
comunicación dominados sin contrapeso por el poder del capital. Además,
el paso del tiempo lejos de debilitar la resistencia popular lo que hizo
fue acotar cada vez más el apoyo social al régimen. En el flanco
internacional el aislamiento de Micheletti y su banda es casi absoluto:
salvo poquísimas excepciones toda la América Latina y el Caribe retiró
sus embajadores, y lo propio hicieron varios de los países más
gravitantes de Europa. La misma OEA adoptó una línea dura en contra del
régimen y, a poco andar, el único apoyo externo con que contaba el
gobierno provenía de Estados Unidos. Este sin embargo, siguió una
trayectoria declinante que se fue acentuando con el paso del tiempo:
desde la negación de visados al personal diplomático acreditado en
Washington hasta medidas cada vez más exigentes en contra del propio
Micheletti y sus colaboradores.

Tercero, porque las ambiguas políticas del gobierno de Estados Unidos
-producto de la puja interna dentro de la administración- que
facilitaron la perpetración del golpe de estado fueron lentamente
definiéndose en una dirección contraria a los intereses de los
usurpadores. Si el inicial rechazo al golpe manifestado por Obama fue
luego atenuado y entibiado por su antigua (¿y actual?) rival, la
Secretaria de Estado Hillary Clinton, el carácter indisimulablemente
retrógrado de Micheletti y su entorno así como la interminable sucesión
de exabruptos e insultos dirigidos a Obama cada vez que la Casa Blanca
expresaba alguna crítica a Tegucigalpa y su manifiesta incapacidad para
construir una base social, fueron lentamente inclinando el fiel de la
balanza en contra de las posturas amadrinadas por la Secretaria de
Estado y creando una atmósfera cada vez más antagónica en relación a los
golpistas.

Cuarto y último: el régimen instaurado el 28 de Junio constituye un
serio dolor de cabeza para Obama. En primer lugar, porque desmiente
enfáticamente sus promesas de fundar una nueva relación entre Estados
Unidos y los países del hemisferio. El apoyo inicial al golpe, puesto de
manifiesto en la obstinada resistencia de Washington a caracterizarlo
como un “golpe de estado”, la tibieza de la respuesta diplomática y la
indiferencia ante las gravísimas violaciones a los derechos humanos
perpetrada por Tegucigalpa dañó seriamente la imagen que Obama quería
establecer en América Latina y el Caribe. La continuidad del régimen
golpista haría aparecer a Obama como un político irresponsable y
demagógico o, peor aún, como alguien incapaz de controlar lo que hacen y
dicen sus subordinados en el Pentágono, el Comando Sur y el Departamento
de Estado. Y esto se liga con otro asunto, el segundo, sumamente
importante y que excede el marco de la política hemisférica: su
credibilidad en la arena internacional. Al demostrar su impotencia para
controlar lo que ocurre en su “patio trasero” los gobernantes de otros
países –especialmente la China, Rusia y la India- tienen razones para
sospechar que tampoco será capaz de controlar a los sectores más
belicistas y reaccionarios de Estados Unidos, para quienes sus promesas
de alentar el multilateralismo equivalen a una capitulación
incondicional ante sus odiados enemigos.

Esto es particularmente grave en momentos en que Obama está negociando
con Rusia un nuevo acuerdo para reducir el arsenal nuclear de ambos
países, algo que Washington necesita tanto o más que Moscú debido a la
hemorragia económica producida por las guerras en Irak y Afganistán y al
incontenible déficit fiscal norteamericano. El fracaso de este acuerdo
tendría un costo económico enorme sobre el presupuesto público en
momentos en que ese dinero se necesita para aventar los riesgos de una
profundización de la crisis económica estallada en el 2008. Pero para
persuadir a los rusos de que su plan de reducción de armamentos es
viable tiene primero que demostrar que está en control de la situación y
que sus halcones dentro del Pentágono no le quebrarán la mano. Cada día
que permanezca Micheletti en el poder equivale a un mes más de difíciles
conversaciones con Medvedev y Putin para convencerlos de que sus
promesas se traducirán en hechos. Porque, si no puede controlar a los
suyos en Honduras, ¿podrá hacerlo cuando se trate de una cuestión
estratégica y vital para la seguridad nacional de Estados Unidos?

– Dr. Atilio A. Boron es Director del PLED, Programa Latinoamericano de
Educación a Distancia en Ciencias Sociales, Buenos Aires, Argentina.
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